Acabemos con la cultura corporativa del ego


Más o menos desde que el mundo es mundo, la motivación humana se ha basado en el sencillo mecanismo del premio-castigo. Y hoy, cuando estamos agotando la tercera década del siglo XXI, las empresas –prácticamente todas ellas, de las más tradicionales a las más punteras– siguen recurriendo a este método para aupar y derrocar a sus recursos humanos.

Empecemos por la parte más amable de la ecuación: el premio. Es muy bonito llegar a una compañía y a base de esfuerzo, talento y carisma acabar siendo un puntal, un referente, un verdadero héroe. ¿Para tus compañeros? Con suerte. ¿Para tus jefes? Con más suerte todavía. Porque ser bueno en tu trabajo no lo es todo. También tienes que ser una persona de confianza, con lo que eso conlleva. Tienes que competir por ser el más colaborativo, capaz e incansable de todos los que aspiran a llegar a algo dentro de la compañía, y si por fin logras dejarlos atrás, obtendrás tu premio. A veces es un ascenso que ni siquiera viene acompañado de una subida salarial: “esperamos grandes cosas de ti, vamos a probar cómo te va en tu nuevo puesto y en unos meses hablamos de dinero”. Pero puede que tu premio sea un bonito aumento de sueldo, un bonus o incluso una participación en la sociedad. En cualquier caso, habrás llegado ahí arriba destacando como individuo. Por supuesto, tu equipo habrá tenido mucho que ver, te habrá ayudado, habrá reconocido tu liderazgo, pero en resumidas cuentas el mérito es tuyo. Si no, el reconocimiento no sería para ti. Tú eres el que más trabaja, el que mejor lo hace, el verdadero y genuino motor del equipo. Ellos funcionan gracias a ti, y más les vale no dejar de hacerlo, porque si no se exponen a enfrentarse con la otra parte de la ecuación: el castigo.

Si las empresas se sienten en la necesidad de recompensar a sus mejores empleados, también suelen rendirse a la evidencia de que en general no hay lugar en sus filas para muchas personalidades destacadas. En general, necesitan empleados del montón, y con esos más vale dejar las cosas claras: quien no esté a la altura, se va a la calle. A priori, ésa es la única manera de mantener a raya a una plantilla mediocre. Y digan lo que digan, la mediocridad es el precioso y necesario barrillo gris sobre el que brillan los directivos y los empleados modélicos, aquellos pocos que de verdad merecen ser conocidos por su nombre y apellidos. El resto son anónimos, reemplazables, despedibles. Y lo saben. Por eso trabajan motivados por una sola obsesión: no pifiarla, no sacar los pies del tiesto, ser tan mediocres como se espera de ellos. Y cuando se trabaja así, el resultado tiene que ser pésimo por fuerza. Eso también lo saben todos los empleados, por lo que su principal preocupación es procurar que las chapuzas que surgen de la cultura de la mediocridad sean siempre culpa de otro. ¿Hay una cagada? No pasa nada: se identifica al culpable, se le pone de patitas en la calle y todos contentos. ¿Que la cagada es tan grande que al final se pierde un cliente o se pone en fuga a buena parte de los accionistas? Bueno, entonces a lo mejor tiene que haber más despidos. Puede que paguen justos por pecadores, pero así son los negocios, ¿no?

Por desgracia, así suelen ser, y aceptar ese sistema como inevitable es un suicidio a largo plazo. Pensemos que cualquiera de nuestras empresas tuviera la responsabilidad de enviar un cohete al espacio. La mayoría de los implicados estarían más pendientes de estar lejos en el caso de que la nave explote, que de hacer todo lo posible para que se eleve hasta lo más alto. Y de nada serviría tener grandes ingenieros y astronautas: si todos los demás están obsesionados con el castigo que les caerá por fracasar, acabarán fracasando.

Esa cultura de élites y parias es lo que hace que de puertas para dentro las compañías no hayan cambiado gran cosa desde la primera revolución industrial. Y es la evolución hacia una verdadera cultura del equipo lo único que puede conducir a un futuro sostenible para las empresas y para sus empleados. Porque los fichajes estrella son codiciados por la competencia, y acaban siendo fichados por otras firmas, con toda su experiencia y su conocimiento. Eso si no acaban creando sus propias startups para convertirse en los más terribles adversarios de sus antiguos empleadores. ¿Y el resto? Ahí siguen, haciendo lo justo para evitar el despido. Porque total, para el sueldo y el reconocimiento que tienen, tampoco es cuestión de matarse.

La única manera de dar la vuelta a una cultura corporativa así de tóxica, es conseguir que todo el mundo dentro de la compañía se sienta parte de algo más grande y más importante que ellos mismos, que sus compañeros de primera división y que los mismísimos jefes. Es vital que una empresa tenga una misión clara, una visión a largo plazo y una cultura mucho más allá del condicionamiento clásico premio-castigo. Si tratas a tus empleados como a monos de laboratorio, no esperes que actúen mejor que un chimpancé.

Vivimos un tiempo donde presuntamente el ser humano es el centro de todo, y las mejores compañías son aquellas que ofrecen una fantástica experiencia de usuario y de cliente. Pero eso no puede ir acompañado de una experiencia de empleado lamentable. De poco sirve que yo reciba mi hamburguesa diez minutos después de haberla encargado, si me la trae una pobre criatura que lleva doce horas dando pedales para ganar menos de mil euros mensuales. Eso, a la larga, acaba mal. Y cuando ocurra, de poco servirá empapelar al culpable, porque seguramente ya habrá perdido hasta el miedo a cagarla. La precariedad, el individualismo y la falta de foco son los pilares de la cultura de la mediocridad, y creo que nos vamos mereciendo una cultura de la excelencia. Alcanzarla no es tan difícil si aceptamos que solo hay una manera de brillar:

Brillar juntos.


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